Hoy tuve un extraño sueño, donde se me develaba no solo la existencia de ese lugar harto retratado e imaginado como es el Infierno (desde La Biblia hasta el Dante; desde Raimbaud hasta Luis Alberto en "La Aventura de la Abeja Reina"), sino además su forma, su apareciencia... y, tal vez, su sentido.
El Averno de mi sueño no era cavernoso, no sera caluroso, no era ruidoso. Ni siquiera peligroso. Era una habitación amplia, lujosa, con reminicencias a mansión europea de principios del siglo XX. Vajillas de plata, finos muebles de roble, cómodos sillones y exóticos cuadros perfectamente ubicados en las altas paredes. Copas de cristal, blancas cortinas. Refinado gusto desbordaba el espacio. El Infierno era hermoso.
Un personaje lo habitaba. Era un viejo flaco y calvo, lleno de medallas, títulos de nobleza y ropa distinguida. Nadie había en el lugar. Ni iba a haberlo probablemente jamás. No se percibían ruidos, movimientos, risas, ni música. Todo era quietud. Quietud eterna.
La escena era tristísima.
Ese lugar era el Infierno.
El Duque (febrero 11, 2008)
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